9.5.06

Sobre las nacionalizaciones en Bolivia y algunas reacciones en España.

Por Mario Martín.

La victoria en las elecciones bolivianas de Evo Morales fue acogida entre la opinión española progresista con alegría y esperanza, mientras que los conservadores, tras un inmediato intento de desacreditar al presidente electo mediante la famosa conversación telefónica amañada, parecieron batirse en retirada a la espera de los acontecimientos.

Evo Morales llegó a la presidencia tras una época de intensas movilizaciones de la mayoría del pueblo boliviano, exasperado, entre otras razones, por la puesta en venta de los principales recursos básicos del país, el gas y el petróleo. Evo Morales prometió que el Estado boliviano recuperaría el control de los combustibles fósiles y que nacionalizaría las refinerías y gaseoductos que se hallaban en manos de compañías privadas extranjeras.
Quizás algunos socialdemócratas de los de traje y corbata consideraron esta promesa como un recurso necesario para obtener el voto de sus desarrapados seguidores, a los que posteriormente distraería con supuestos imperativos de fuerza mayor para que, en definitiva, las mejoras sociales siguieran estando supeditadas al orden establecido, uno de cuyos sacrosantos mandatos es el “no nacionalizarás”. Medidas como la “nacionalización” suenan ya demasiado revolucionarias para algunos, que las consideran pertenecientes a un pasado en el que los Estados osaban decidir sobre su futuro sin tomar en consideración la opinión de los benevolentes millonarios internacionales e inversores potenciales.

A los socialdemócratas de traje y corbata debió de atragantárseles el desayuno al conocer la noticia de la nacionalización de las petroleras bolivianas. Recuperados de su susto, comenzaron a refunfuñar amenazas veladas. Su imagen no puede ser más patética. La única duda es quién se está cargando de mayor oprobio. ¿Lula, que de defender a los “sin tierra” quiere ahora legislar sobre los recursos que hay bajo la tierra de los bolivianos? ¿O los socialdemócratas españoles, que se niegan a que el precio de la luz en Sevilla se decida en Dusseldorf, pero consideran perfectamente razonable que en Madrid se administre el gas de los Andes?

Esperemos, no obstante, que los socialdemócratas en el gobierno de España reconsideren su posición, que en ellos aún tenga algún peso los ideales de justicia social en base a los cuales se fundó su partido y que consideren si prefieren sacrificar las esperanzas de los indios bolivianos a los intereses de los capitalistas españoles. Quizás sea demasiado esperar de un partido de la socialdemocracia europea, cuyos representantes más conspicuos durante los últimos años han sido un sonriente lacayo del imperialismo estadounidense o un personaje, igualmente risueño, que tras provocar la bancarrota ideológica y el cisma en la socialdemocracia alemana, disfruta cómodamente de un pingüe sueldo como consejero del consorcio ruso-germano fundado bajo sus auspicios. ¿O quiere congraciarse Zapatero con Repsol para obtener un retiro tan agradable como el de su admirado colega germano?

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